Por Carlos Silva, doctor en ingeniería eléctrica y consultor del Centro de Transición Energética (CENTRA) de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la Universidad Adolfo Ibáñez.

Como cada 5 de marzo, el mundo conmemora el Día de la Eficiencia Energética, y en este sentido la transición energética involucra un cambio profundo no solo en la forma de producir energía, sino también en cómo esta se transporta, distribuye y consume.  Así, en la medida que la energía se consuma de manera eficiente, se ahorra parte de esta en el punto de consumo, y se evita el gasto energético y pérdidas que se producen al llevar la energía desde su punto de generación hasta el consumo final.

Aun considerando la importancia de la eficiencia energética en la transición, la visualización de esta última evoca principalmente imágenes de plantas solares fotovoltaicas o de imponentes turbinas eólicas, o mejor aún, paneles solares con turbinas eólicas en segundo plano. Estas tecnologías, aunque de una importancia innegable para la transición, suponen desafíos importantes para su integración a la matriz energética.

Una vez establecida la importancia de la eficiencia energética para la transición, cabe preguntarse por qué, en la práctica, no se le considera en el lugar que debiera. Esto no solo desde la percepción, sino también basados en los niveles de inversión pública y privada en las tecnologías habilitantes de la transición energética, donde, indiscutidamente, las energías solares y eólicas llevan la delantera.

Si analizamos las barreras y desafíos que enfrentan la eficiencia energética y dificultan su visualización, tenemos que, en primer lugar, la eficiencia energética no es glamorosa. Un programa de recambio de luminarias, refrigeradores o motores, que permita ahorrar varios MW, no convoca el mismo nivel de atención que una planta solar fotovoltaica de la misma potencia. Simplemente, no es posible apreciar la magnitud e importancia de la eficiencia energética de la misma forma.

En segundo lugar, la inversión en eficiencia energética es poco bancable, lo que dificulta su desarrollo, y en particular pone una barrera financiera a las empresas de servicios energéticos (ESCO) que invierten para sus clientes. El fundamento de esta última idea radica en que la inversión en eficiencia energética no es un buen colateral o garantía debido a que, muchas veces, los productos y servicios de dicha inversión no tienen un mercado secundario relevante. A modo de ejemplo, si un proyecto basado en mejoras en procesos, o recambio de tecnología, ya sea motores, luminarias o algún otro tipo de equipamientos, tiene problemas financieros que fuercen al banco a liquidar sus activos, este obtendrá únicamente una fracción de su valor de adquisición. Esto no permite que el valor residual de la inversión en eficiencia sirva como colateral para acceder al sistema bancario.

Finalmente, la eficiencia energética puede ser promovida por grandes empresas o mineras, pero el grueso de su potencial radica en los sectores de pequeña industria, público, residencial y comercial a través de mitigación de barreras y la implementación de programas que apuntan a miles o incluso cientos de miles de usuarios. En este sentido, el avance de la eficiencia energética requiere de la intervención de entidades articuladoras, ya sea empresas de distribución de energía o del propio Estado.

La importancia de la eficiencia energética para la transición es clave, sin embargo, su promoción requiere un entendimiento profundo de sus dinámicas y un Estado muy activo en la mitigación de barreras, en particular las de información y de financiamiento, y la articulación de programas masivos que lleven a la eficiencia energética a los territorios. Sin un gasto público/privado relevante en estos programas, los avances en eficiencia serán limitados.

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